El cargador

Desde que tengo memoria me figuré que los pasos de la Semana Santa andaban solos. Nunca pensé que pudieran haber seres humanos que sudaban en sus entrañas.

Crecí y cambié de idea, sobre todo cuando contemplé a unos hombres con pantalones arremangados y remendados, que llevaban alpargatas y barbas de una semana y que ponían rictus de esfuerzo al hacer la levanta y como el sudor chorreaba por las profundas arrugas de sus caras, que parecían que habían sido talladas con un arado. Vi a aquellos hombres desparramarse, cuando levantaban las caídas, en caños de sudor, de sudor de hombres que da olor a macho, en el paroxismo del trabajo corporal.

Comprendí el porqué yo nunca sería cargador. Cuando éramos chiquillos, también nosotros hacíamos nuestras particulares procesiones, por el barrio del Cristo para más señas, entre los linderos de las campanas del «Cojo Cumbrera» y las cancerosas tapias del Manchón de Madariaga, con pértigas fabricadas con cañas de las huertas del «Madrileño» de «Zambonino» o de «Mainé» y con alambres al que dábamos forma de escudo, generalmente, una especie de corona que circunscribía a una cruz. En esas procesiones troqué diversos lugares, unas veces fui hermano de fila, y que nunca fue de luces, y otras de jefe de sección, pero nunca me dio por ser cargador, pese a que el artilugio que se portaba como paso era una palé, substraído o mejor subsllevado de cualquier obra o del muelle de descarga de la cercana estación del ferrocarril, unas estampas o postulas de Semana Santa y algunas latas con vinagrillos de la vía, generalmente cogidos de la Huerta del «Caqui».

Fue en mil novecientos setenta y tres cuando salió por primera vez Mater Amabilis y a su paso por la calle San Marcos, daba una visión tétrica en, la entonces, lúgubre calle, oscura como boca de lobo y con un pavimento desigual y con siembra de boquetes, procedentes de unas vías de tren que habían servido veinte años antes para que los presos rojos halasen de unas bateas que llevaban cañones con destino a Campo Soto, decía que contemplé, con la respiración congelada en la boca, el desfilar de esos chavales, embutidos en el recogimiento y la abstracción de su penitencia. El paso, como un cajón era llevado con un sólo tambor para marcar el compás y comencé, entonces, a fijarme en los cargadores.

Ya no eran los cargadores aquellos hombres barbudos, con alpargatas y remendados, ahora se veían por debajo de las caídas pantalones vaqueros y zapatillas de deportes y eran los mismos muchachos que se reunían en «La Gran Vía», en sano alterne con otros estudiantes o trabajadores, es más, había ¡hasta Guardia-marinas y Cadetes!, ¿quién lo iba a decir?

Fue la revolución desde dentro de las Cofradías.

Nicolás Carrillo se las veía y se las deseaba para meter bajo los palos a tanto personal voluntario y los más escépticos comentaban la revolución como un sarampión de dos o tres años.

Hoy, treinta y seis años después, lo que empezó como un sarampión se transformó en epidemia y surgieron las Cuadrillas de «Nicolás Carrillo», defensores a ultranza del medio ganchete, de los «Jóvenes Cargadores Cofrades», del «Santo Entierro», de «la Pastora», de… y no sé si esta Semana Santa surgirá alguna otra cuadrilla.

CARGADOR
Recogida del Nazareno. De la colección de fotografías de la Cuadrilla «Nicolás Carrillo». Publicada en Boletín «Medio Ganchete» año 1993

Los sigo admirando profundamente, quizás por mis menguadas condiciones físicas o por mi natural pereza, que ambas, me han convertido en Cofrade de acera o de silla de la Carrera Oficial, que también tienen su mérito, pero ya, desde que diviso el paso hasta que lo pierdo en lontananza, llevo su compás y me fijo si el paso es cortito y a las bandas o si van por igual o si la cola no esté caída. También es posible que fije mi atención por que en uno de sus palos van mis hijos, junto a muchos chavales que saben que están rezando con el esfuerzo y el sudor. Y por muchos años. Amén.

José Mª Hurtado Egea
Publicado en Boletín «Medio Ganchete» de la Cuadrilla de «Nicolás Carrillo». Año 1996.