Aquellos Tiempos

Un día de playa de Aquellos tiempos – San Fernando

Próxima la festividad del Carmen y Feria en San Fernando, cuando el calendario anual se hallaba pasado el ecuador, y la climatología en su máximo exponente de Sol, comenzaba en la Isla la temporada de Baños.

Una vez acabado la Guerra de la Independencia y marchado los franceses, allá en el mismo año que la Real Villa Isla de León recibía el nombramiento de “Ciudad de San Fernando”, ya se conoce los primeros intentos de establecer una casa de baños en las inmediaciones del Zaporito. Por “aquellos tiempos”, dicen que es cuando emprende la cultura del baño de mar entre los cañaíllas.

Casa de Baños Ureña

Los baños tan recomendado por los médicos son buenos para la salud y la curación de afecciones en la piel y el cuerpo. Fueron en un principio en días alternos. La duración del mismo venía a ser de aproximadamente diez minutos y enseguida debían salir para secar la humedad.

Las personas enfermas eran asiduas a los baños, por aquello de la mejoraría en la salud.
Debemos pensar que está enterrado bajo la explanada que hoy conocemos como aparcamientos en el Zaporito, !ahí debajo¡, el viejo muelle de piedra ostionera de medios puntos, que servía de comunicación con el antiguo molino. Algún día (?) se recuperará según nos anuncia nuestro Ayuntamiento.

Publicidad en prensa. Las calles de San Cristóbal, Santiago, Dolores, Tomás del Valle y Doctor Cellier eran los caminos hacia los Baños de Mar. Fotografía www.elguichidecarlos.com

Muelle que hace doscientos años tenía vida diaria donde acudían los isleños. La llegada de faluchos y candrays, permitía acarrear los alimentos procedentes de la pesca de los caños de la Isla y huertas de Chiclana. De aquí partían con igual carga incluso con la sal de la tierra, hacia los muelles de Gallineras y Cádiz.

Este fue el lugar escogido dadas las circunstancias de comunicación de los caños con el centro de la ciudad, para que, en corto plazo de tiempo, comenzara el desarrollo de la Plaza y abastecimiento de la Villa de la Real Isla de León, que incluso no fue interrumpida por las bombas y disparos efectuado por los franceses, procedentes de las baterías en tierras chiclanera.

Volviendo a los Baños, ya en la mitad del siglo XIX el comerciante D. Pedro Sutil Garro quién ostentó la alcaldía de San Fernando, inauguró los llamados popularmente “Baño del Mar o del Zaporito” aunque oficialmente fueron “Baños de Ureña”. Este mismo “propietario” llegó a ostentar otro negocio de “Casa de Baños” cuyo local se encontraba en la Plazoleta de San José –hoy Mercería Tere-, que utilizó también como vivienda familiar en otros tiempos.

Por supuesto que en “aquellos tiempos”, las Ordenanzas Municipales establecían en sus artículos, entre otros, los lugares permitidos para el baño y cumplimientos de cómo debían tomarse con separación de sexo masculino y femenino y otras cuestiones sociales y culturales del momento.
No todos los lugares donde se han bañados nuestros ancestros fueron declarados oficialmente como permitidos. Los que se bañaban en el Caño de Sancti Petri, lo hacían por “las albinas” de la Alcantarilla, el Zaporito, el Cantillo y Gallineras. LosPuentes eran los de Zuazo, Ureña, e Hierro y el de la “Baera” posteriormente. Los que se remojaban en “Cañoherrera” y “Casería” lo hacían a la Bahía.Por supuesto, que en las salinas y alrededores de las mismas, en los esteros, piezas y compuertas. Finalmente en la actual playa de Camposoto y todo el litoral que mira al Atlántico.

Los isleños e isleñas que utilizaban las casas de baños, debían abonar el importe correspondiente en escudos, maravedíes o posteriores céntimos de pesetas como contraprestación a los servicios ofrecidos por los dueños y arrendatarios de estos lugares que, la moda social, ponía al alcance de “gentes adineradas”, principalmente los llamados entonces “propietarios”. La situación económica era un impedimento que tenía el pueblo, y, como quiera que en las primeras décadas del siglo XX aún no estaba en auge el baño de mar, los jóvenes se bañaban en los llamados “muros”, que recibía el agua directamente de los caños Sancti Petri y Carrascón, abriendo y cerrando con las mareas las compuertas y periquillos. Los muros se encontraban –muy cerca de los Baños del Zaporito-, en el lugar de la reciente inaugurada “Ronda del Estero” hasta la altura de la calle Manuel de Falla que ahora conocemos.

Playa de Camposoto Dunas de arena camino de la Punta del Boquerón. Fotografía www.elguichidecarlos.com

¿Cómo se bañaban nuestras antepasadas en los lugares y horas – a veces nocturnas – reservas para el sexo femenino? Los arcaicos trajes de baño femeninos que observamos en viejas postales, eran incómodos y dificultaba totalmente el contacto del agua con el cuerpo. La tela que se utilizaba para “el traje de baño” era franela, y para hacer un traje a una señora se manipulaba entre cuatro y cinco metros de género. Los refinos de entonces, y entre ellos “La Perla Oriental” de los de la Corte, “Refinos de Ruíz y Aragón”, “La Española”, debieron hacer grandes ventas. No faltaron tampoco “Casa Ramírez”, “Valle” y “El Siglo”, con las comercializaciones de sombreros y sombrillas tan necesarios para proteger la piel blanca de los rayos bronceadores.

El color ideal para los trajes de baño femenino en un principio, por aquello de la moral, fue un “marrón achocolatado”. Posteriormente pasó a un gris y, por supuesto, las señoras viudas debían de utilizar el negro. Con estos colores, se pretendía no resaltar la figura femenina, pero no se consiguió. La tela o sarga que pesaban lo suyo una vez mojado, se ajustaba y destacaba el cuerpo.
Aquellas cañaíllas con traje de baño de mangas y muslos abollonados, muy parecidos a los usados en la calle, incluía en el traje de baño, cuello alto marino, corpiño, mangas al codo, falda hasta la rodilla y por condicional, bajo todo ello, un pantalón. De esta manera no era nada sensual la observación de nuestras abuelas y sus ascendientes. Este tipo de traje desapareció aproximadamente sobre las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del XX.

Traje de baño femenino. La moral de aquellos tiempos, procuraba no resaltar la figura femenina en los trajes de baños.´Fotografía de autor desconocido.

Posteriormente, en los años 20 y 30 (siglo XX) fue introducido el color claro en los trajes de baño, tanto para mujeres como para hombres. Los colores rojo o azul fueron los más usados. Llegó la moda de los bañadores a raya. Las señoras ya llevaban una camisa hasta la altura de los muslos y un pantalón que sobre pasaba las rodillas. Los caballeros la camisa al talle y el pantalón por encima de la rodilla.

Sin un gorro o un pañuelo anudado sobre el mentón no se entendía el baño femenino. Una vez que salían del agua –algunas señoras poseían casetas que eran introducidas en la orilla- se cambiaban de traje, ya que no era bueno tener tanta humedad en el cuerpo y, por supuesto, el no ser observada por ojos extraños y maliciosos.

Las rayas para ambos sexos Fotografía de autor desconocido.

Llegado los años cuarenta y una vez finalizada la contienda entre los españoles, de nuevo los baños se fue popularizando y se introdujo el bañador o mayllos muy parecido para ambos sexos. Incluso los niños tenían la prenda unisexo. Pero las niñas, a partir que se acercaban a los 10 años y comenzaban a tener “figura”, dejaban de utilizar este traje, al “pronunciarse demasiado”.

El sexo masculino anteriormente recurrió a una especie de calzoncillos a rayas, de mangas largas y espaldas cubiertas para no ser tostados por el Sol. En los años 40 ya todo cambió.

Niñas en el baño. Fotografía de autor desconocido.

La recomendación del bronceado en la piel cambió totalmente. La palidez en el rostro que cuidaban entonces bajo sombrillas al pasear por las Alamedas y calles de La Isla, fue cambiando poco a poco hasta conseguir que la cultura del bronceado se impusiese.

Ya estaban bronceadas claro está, las mujeres de trabajo diario en las huertas de Gallineras, Fadricas, La Casería, Manchones y todos aquellos lugares que debían trabajar expuestas a las llagas de las Salinas y cicatrices en la piel.

La casa de baños de Ureña aún perdura a pesar de haber sido abandonada totalmente hace varias décadas. Hasta los años ochenta sirvió como almacén de la leche Puleva, distinto a lo que hoy en día se almacena bajo el único techo de tejas que aún perdura en el centro de San Fernando.

Frente a la calle de La Plata (Doctor Cellier oficialmente) en su terminación por la Albina (hoy San Marcos), estuvo la última portada de acceso que llevaba a los baños de mar del Zaporito, próximo a los de Ureña. Camino utilizado por los mariscaores y gusaneros en busca del sustento diario.

Antes de la demolición de los últimos vestigios de los baños, sirvió de portada sin portón, a una serie de habitaciones que allí existía a manera de patio de vecinos, y que, tras una larga pajereta hasta la Carpintería de Martínez y Molino de marea del Zaporito, se dejaba ver los lugares donde en su día estuvieron las tinas desde dónde se realizaba la inmersión en el agua.

1923 Publicidad de los Baños. Situados junto al muelle del Zaporito en San Fernando. Fotografía www.elguichidecarlos.com

Con el paso de los años, ya en la mitad de la centuria XX, no pudiendo los Cañaíllas disfrutar de nuestra playa de “Camposoto” hasta los últimos años del siglo pasado, nos bañábamos en el Puente Zuazo, los Molinos de Río Arillo y de San José; En “la pieza o Aguada de San Juan” en la Barriada Bazán, Cañoherrera, Casería y en cualquier lugar del caño principal de la Isla, exceptuando por supuesto, los que se encontraban bajo dominio y vigilancia de los militares. La Isla añoraba sus playas en Camposoto, Urrutia y Corral de Vives y otras que se encontraban “dominadas por la Defensa Nacional”


Aunque algunas voces expresen que la playa de “Cañoherrera” y “La Casería” nunca fueron playas, es que sin duda, esas ondas no la conocieron o vivieron. Que se lo pregunten a los que vivían en los populares barrios de la Casería, del Cristo o del Parque entre otros, o a los de las huertas de Fadricas. Amén de los que acudíamos a ellas desde el centro de la Isla andando en excursiones con la cantimplora de agua incluida. ¿De dónde creen estos narradores, que sacaban el color moreno en la piel y las espaldas quemadas por el sol, los “pibes y guayabos” de la Isla, cuando acudían los domingos por las noches a los Cines de Verano?

No todos podían acudir a bañarse a Cortadura, El Chato o Santibáñez. Los familiares de militares “poseían un “pase” que les permitía la entrada y el viaje en el viejo autobús “Pegaso” que algunos les llamó el “palomo”, de característico color gris de la Marina”, con matrícula de F.N. de cuatro dígitos, comenzando siempre por el número 3 (referencia a este Departamento Marítimo). Estos, sí se bañaban en “Torregorda”.

Playa de Cádiz En «aquellos tiempos» la visita a la playa más bien parecía de cortesía que de baño. La gente como en todo, siempre a ido de la mano de las novedades sociales. Durante varias décadas recibió la afluencia de los cañaíllas que no podían disfrutar de Camposoto. Con toda seguridad, en la fotografía pudiera haber gentes de la Isla.Fotografía de autor desconocido.

La playa de “Cañoherrera” no se encontraba en la situación que está hoy. El agua llegaba hasta el viejo embarcadero que perdura y que se está recuperando. Teníamos que cruzar un viejo puente de piedra –que está enterrado- y nos acercábamos a la poca arena que, como la Bahía que es, suele tener.


Jugábamos y disfrutábamos con viejas “cámaras de aire” de color negro, de ruedas de coches o camiones”. Algunas podían tener más de diez pinchazos recogidos en los viejos talleres de reparaciones de bicicletas de los Hermanos Vila entre otros. El camino de ida y vuelta a la playa, la “cámara” se llevaba sujeta en el brazo para no pincharla. Era, para nosotros, lo que hoy llamamos flotador, que por “aquellos tiempos”, te regalaban (usadas y pinchadas) o vendían (a bajo precio) en los garajes de coches, entre otros, los de Meléndez en San Cristóbal, y San Vicente en la calle del mismo nombre.

El lugar donde se dejaban los bolsos y se realizaba “la merienda familiar” que consistía de un trozo o bollo de pan, con una onza de chocolate”, es dónde hoy está el Paseo Marítimo de Bahía Sur. La playa para el baño era desde los “Polvorines”, hasta la altura de “El Canal” o “El Corazón”, aproximándonos a la Ardila de “aquellos tiempos”.

La playa de “Cañoherrera”, de tranquilas aguas, poca arena y resguardada de los clásicos vientos de nuestro levante, recibía un gentío de personas a pesar de las dificultades e inconvenientes que solía tener. Playa que permitía el baño según la pleamar y que en la bajamar disfrutábamos de lo que hoy es Parque Natural. En “aquellos tiempos”, era muy común tener en las casas el almanaque de las mareas, así podíamos planificar el día de playa.

Playa de Cañoherrera Aunque sin arena rubia también era playa. Los días que nos encontrabámos con la bajamar, cogíamos cangrejos y coquinas. Playa sin oleaje estaba resguardada del «levantaso». Ya no huele a marisma, sapina o el secadero de pescado que allí existía. Fotografía www.elguichidecarlos.com

Para llegar a nuestra particular playa de“Cañoherrera” llena de “sapina y cangrejos”, existía distintos caminos. Uno de ellos, bajando la calle San Ignacio hasta la altura dónde hoy se encuentra el “Vivero o jardín botánico de la Junta de Andalucía”. Había que cruzar el paso a nivel y la vía del tren.

1960 Camino de Fadricas. Uno de los caminos que conducía a la playa de «Cañoherrera». Fotografía de Quijano cedida por el Museo Histórico Municipal de San Fernando.

Entre pitas, chumberas y vinagrillos llegábamos a Fadricas y los Polvorines. Otro de los caminos consistía en bajar a través de las huertas de “Angelito el Madrileño”; la calería y otras siembras de las que tenía aquella Isla que, entre otros, no faltaban gallinas y burros acompañándote por el sendero. Estos lugares se encontraban junto al desaparecido campo de fútbol del C. D. San Fernando primitivo Madariaga, y posterior “Marqués de Varela”, que viene a ser hoy la plaza de las esculturas y barriada de la Avda. Cayetano Roldán” hacia el monumento a “La Lola”.

Aquellos caminos de entonces parecían largos. Las edificaciones quedaban pronto atrás, allá en el Parque. Entonces, a todas partes llegábamos andando, muy pocos eran los que lo hacían en bicicleta u otro medio de locomoción. Para ir recortando camino, junto a la puerta del Cementerio Municipal se encontraba “El Lapero”, y pasando entonces por el llamado “Cementerio de los Protestantes o no Católicos”, bajando por lo que hoy es Puerto de Palos, nos adentrábamos en una huerta que, previo pago –como si de un peaje se tratase- del importe correspondiente en perras gordas o reales de pesetas, era solicitado por una “buena mujé” vestida de “luto aliviao”. Esta familia sacaba unas “perras” y las gentes del centro hacían menos caminatas hacia “Cañoherrera”.

Era costumbre y repetitivo diariamente por parte de aquella mujer, la recomendación que nos decía “No cogé ná de la huerta, que por ahí está mi marío”. Se refería a las verduras y frutas del tiempo que por entonces producían las numerosas huertas isleñas. Aquellos frutos que solo comíamos en su tiempo natural, con mejor sabor que las de hoy, eran abonadas con “cagajones de burras y estiércol de vacas”. Todos los caminos a la playa necesariamente tenían que cruzar la vía del Tren que representaba más peligro que el baño en sí.

Otra faceta de la historia de nuestra ciudad fue ya a partir de los años cincuenta a los setenta. Los cañaíllas acudíamos también a las playas situadas en el litoral gaditano. Cortadura, El Chato y Santibáñez, se convirtieron prácticamente en las playas de la Isla.

Para ir a ellas, debíamos coger “la Carterilla” partiendo desde la Plaza de la Iglesia y que, en distintas épocas, la parada estuvo ubicada frente a La Mallorquina y posteriormente, en la puerta de Telefónica, donde hoy se encuentra la parada de Taxis.

La Carterilla. Es el autobús de la Empresa Comes que en esta postal se encuentra parado delante de La Mallorquina. Año más tarde, se traslada la parada frente al edificio de Teléfono, dónde se encuentra parado «el trolebús». Postal de La Isla.- Autor de la fotografía desconocido.

Por el callejón de la Iglesia –hoy Calle de la Soledad-, discurría la cola humana que en filas de dos o cuatro, soportaban la espera de la llegada del próximo autobús que, en un riguroso orden, las salidas hacia Cádiz, correspondían una vez a los Comes, y otra a los de Tranvía.
La sombra existente en el callejón aliviaba la espera pero, una vez que ya estábamos cerca de la marquesina de la parada, el fuerte sol se dejaba notar en los menos de cinco metros existentes. En este punto de espera, ya sabíamos que podíamos coger el próximo autobús. Las personas mayores dejaban pasar su turno con el fin de poder ir sentadas en la siguiente “Carterilla”.

Los autobuses de las empresas de Comes y Compañía de Tranvía, partían cada diez minutos hacia la playa llevando en su interior entre 130 o 150 personas “hacinadas” en un aforo permitido, y anunciado en la plataforma del vehículo, que decía “Máximo 70 personas”.
El cobrador, que por “aquellos tiempos” era empleado distinto al conductor, se encontraba en una especie de pequeña taquilla junto a la puerta trasera de entrada. Pienso que deberían tener cierta comisión por ticket vendidos, por que, de vez en cuando, se levantaba de su pequeño trono y exclamaba “Habé, un poquito má pálante”, que caben má. Entonces, los obedientes viajeros, procedían a “dar un pequeño paso y juntarse aún más entre todos”.

Por “aquellos tiempos”, no existía la popular nevera que hoy tenemos. A la playa se iba con bolsas rayadas de franjas de colores confeccionadas de rafias o la legendaria “chivata” hecha en red. En el interior de los bolsos, la sandía, el melón, la fruta del tiempo, los “cundis, los manoletes y las barras de pan para los bocadillos”; El vino tinto Savin; La gaseosa la Casera o Sifón De Celis; y la botella de agua del grifo. Las sombrillas se portaba al hombro, y las sillas y mesas, todo con una sola mano, ya que en la otra, debía estar necesariamente haciendo fuerza en las barras que descendían del techo de la “carterilla” aguantando el equilibrio de los vaivenes “pá no caé”.
Los autobuses por “descontao” que se llenaban de momento. La vuelta en la torta de la Plaza de la Iglesia, hacía que los cuerpos se “juntaran” por el desnivel existente en la calle. “Tó” el mundo se inclinaba aguantando el tirón entre unos y otros. Entonces, llegado este momento, los pasajeros al unísono exclamaban un grito de ¡eeeehhhhh¡

Las paradas en San Francisco, Plazuela del Carmen, Borrego y la de La Ardila en la venta “La primera de la Ardila”, se pasaban de largo. Aquellas multitudes de personas esperando se les quedaban cara de desesperación al ver que en este autobús tampoco se montaban. En dichas paradas, poder coger una plaza podía tardar a veces, más de dos o tres horas.
Los conductores a veces sabiendo que podían meter algún que otro pasajero más, al observar gran cantidad de personas en las paradas por supuesto no paraban pero, si en la siguiente espera, existía un número adecuado de gentes, entonces sí se detenía y, el “cobrador volviendo la cabeza por el cristal que tenía a su espalda, al abrir la puerta, anunciaba el número de personas que podían subir”.
Aquello era el desmadre. Todos los que querían coger el autobús fuera como fuese, dirigiéndose a la puerta se “apretujaban” queriendo entrar. Era “mú común” que aquél que conseguía “agarrar una barra” ya no la soltaba; y por más que el cobrador anunciaba que no podía cerrar la puerta, éste no la soltaba demandando un sitio. Las puertas hidráulicas avisaban con el sonido /chsssss/ la existencia de un obstáculo y no permitir el cierre, una y otra vez. ! Otro poquito má ¡ exclamaba el cobrador, y los que se encontraban en el pasillo, debían dar un “movimiento más de zapatos” para que pudiera entrar “el obstáculo” y no retrasar más la agonía del reclamante y la tardanza en llegar a la playa. Y si el que tenía la barra agarrá, le acompañaba alguien más, imagínese el numerito, porque aquel, no dejaba a su amigo en tierra.

1955 Muelle de Gallineras. Otro de los lugares de Baño de los cañaíllas, principalmente gentes de la mar y lugareños. Fotografía de Quijano cedida por el Museo Histórico Municipal de San Fernando.

Especial benevolencia tenían los viajeros que se encontraban en la parada de “Río Arillo”. Normalmente se trataba de trabajadores de las salinas del lugar. A estas personas se les paraba la carterilla y por supuesto que se le hacía un sitio. Ya llegábamos a Torregorda y la primera parada se efectuaba pasada la curva.

Ahora comenzaba otro “numerito”. En Santibáñez, solían bajarse algunas personas –pocas-. Como quiera que la carterilla iba a “rebozar”, si los bañistas de esta playa viajasen en el centro de la plataforma del autobús, había que comenzar a dejarle paso y, por lo tanto, “Tó el mundo del final pá la carretera”.

Los que no salían por miedo a quedarse allí “tirao”, no se movían del lugar, y los salientes tenían que “rozarse con unos y con otros”, con las bolsas, sandías, el chorizo de cantimpalo o lata de mortadela. Los rozones eran buscados con algún que otro “magreo” con el sexo femenino. Los novios, con la intención de que nadie se rozara con su enamorada, se la “apalancaba” sobre su pecho y la espalda de ella, y entre los empujones, vaivenes y baches, algún que otro levantamiento de miembro solían tener.
Uno de los que se bajaba a la carretera para permitir la salida del personal, se quedaba con la mano “agarrao” a la barra interior de la puerta, para que “la carterilla” no se fuera sin él y los que estaban en el asfalto. Una vez que todos habían “entrao”, de nuevo en marcha hasta que una voz –con cierto tono jocoso-, se escuchaba anunciando que debía parar en la siguiente y decía ! cobrador chato ¡ Por segunda vez, todos los que taponaban la salida tenían que salir a la carretera. En esta playa de la venta del Chato, se apeaban casi la mitad del coche, dejando ya más cómodamente a los viajeros que se bajaban en la parada de Cortadura o en el interior de Cádiz.
Una vez abajo en la carretera venía un gran peligro para todos. Había que cruzar la calzada saltando los arquillos existentes en la medianera y, con el “culito en los arquillos y aguantando la respiración”, se corría el peligro de atropello por parte de los coches con dirección a La Isla. Bastantes cañaíllas sufrieron graves accidentes en esta pericia.

Al llegar a la playa, lo primero que hacíamos era hacer un gran agujero en la arena húmeda y, con un ritual familiar, enterrábamos a la Sandía y el Melón para que a la hora de comer, estuviesen más fresquitas.

El domingo playero que había comenzado sobre la diez de la mañana en las paradas de autobuses, se iniciaba a disfrutar alrededor de las dos de la tarde, para que, sobre las seis o siete, volver a la parada de la carretera a realizar el viaje de vuelta con las mismas incidencias que el de ida, pero en sentido contrario.

Nada más entrar en el baño, nos entraba unas ganas de comer impresionante. Pero ojo, debíamos guardar las dos horas de la digestión antes de saltar las próximas olas. Este tiempo era el que pasábamos construyendo los castillos de arena y nos ponía las espaldas al rojo vivo. El calor abrasador se reducía con la habitual sombrilla clavada en la arena y con pinzas de tender la ropa –entonces eran de madera-, sábanas o manteles, se hacía una especie de haima moruna, evitando que el sol entrase en el interior y molestase al padre de familia que se encontraba “echando la siesta”.

Los más “deportistas”, paseaban por la orilla luciendo músculos y glúteos apretaos de los bañadores “meyba”. Los guayabos, comenzaron a lucir aquellos bikinis de bragas hasta el ombligo, permitiendo el bronceado de las cachas que más tarde veríamos –con ojos saltones- en las primeras minifaldas.

Ya en los años sesenta, llegó la era de “los Seiscientos” a casi todos. Los españolitos comienzan a disfrutar de los utilitarios. Gentes pudientes comenzaron a comprar el coche que había estado esperando cuatro años para que se lo entregasen.

La familia completa debía de ir a la playa en el 600, y por lo tanto, “igual de apretujaos” a la playa que en carterilla. Por aquello del aparcamiento para el coche, visitaban Cortadura que tenía una capacidad de aproximadamente cincuenta vehículos o, Santibáñez con algunos más. El Chato no tenía aparcamiento, y encima, el Cuartel de la Guardia Civil estaba muy cerca, por lo que no podían dejar el coche en la carretera sin riesgo de ser multado.

Los dueños de estos vehículos cuidando de la inversión de más de doce mil duros que habían desembolsados, les compraban al “seíta” para que el Sol no deteriorase la pintura, unas lonas o toldos de color gris, que agarrados en cuatro puntos, protegía de los rayos solares. Los que no poseían el clásico toldo, hacían lo mismo, con sábanas viejas del hogar, decoradas con flores ú otros motivos, anudados en los “guardabarros” con una cuerda

Puente de Zuazo en La Isla. Saltos mortales y vueltas de campanas ejecutaban los más valientes desde la piedra más alta. Fotografía www.elguichidecarlos.com

La playa de Camposoto afectada durante muchísimos años como línea de tiro y terrenos adscritos a la Defensa Nacional, no fue disfrutada por los lugareños y cañaíllas hasta hace bien pocos años. Ya supuso un logro las negociaciones de nuestro Ayuntamiento de los años setenta con los militares, para que, durante la época estival de los meses de Junio a Octubre, se suspendiesen los ejercicios de tiros y, una vez realizada la limpieza de la playa en los meses de mayo por parte de los americanos con base en la vecina ciudad de Rota, se permitiese el baño para el pueblo.

Ejercicios Militares. Los «cañonazos» disparados desde el cañón grande en el C.I.R. nº 16 en Camposoto, y desde el Polígono de Experiencia «Janer» en la curva de Torregorda, nos hacía temblar y se escuchaban desde la Plaza del Rey. Los vecinos de Gallineras y sus alrededores, tenían que abrir las ventanas para que no partiesen los cristales. Algún que otro techo de «uralita» salió por los aires debido a la onda expansiva. Fotografía cedida por Carlos Rodríguez Baturone

A través de la negociación y concesión que realizó la familia Molinero de Cádiz, propietaria de más de un millón de m2 de aquellos terrenos y marismas, se autorizó acceder el tránsito de vehículos por el camino de zahorra que construyó a su expensa, paralelo a “La Gavia”, -que es el canal que hoy cruzan los puentes existentes- , y permitieron poder entrar por la portada de madera próxima al campo de tiro, desde su Salina “La Leocadia” hasta la puerta las de “La Carabela”. Este lugar era dónde se encontraba por aquel entonces la única entrada a la playa. Los isleños llegaban a los que hoy conocemos como la última pista, frente a la entrada de la Piscifactoría “Esperanza Siglo XIX” en los terrenos de la Carabela.

Ejercicios Militares. Los «cañonazos» disparados desde el cañón grande en el C.I.R. nº 16 en Camposoto, y desde el Polígono de Experiencia «Janer» en la curva de Torregorda, nos hacía temblar y se escuchaban desde la Plaza del Rey. Los vecinos de Gallineras y sus alrededores, tenían que abrir las ventanas para que no partiesen los cristales. Algún que otro techo de «uralita» salió por los aires debido a la onda expansiva. Fotografía cedida por Carlos Rodríguez Baturone.

Llegó el lleno a Camposoto. Perdido el miedo, todos a la playa de la Isla. Los primeros años era muy difícil de aparcar. Hoy en día continuamos igual. Fotografía cedida por Maruri Niño.

La limpieza de la playa por parte de los artificieros españoles y americanos se realizaba sobre una línea de unos tres kilómetros aproximadamente que era la playa permitida al baño. El acudir en un principio a esta playa no daba confianza al cañaílla que temía por su seguridad con el condicionamiento de ser –la playa abierta- durante el invierno un campo de tiro y “poder” recibir de la mar las bombas y artefactos no estallados. Accidentes ocurridos asiduamente costó la vida a bastantes inocentes; La poca confianza que se tenía sobre la efectividad de los militares, sumó para que mayoritariamente no fuese utilizada esta playa natural por los cañaíllas. Solos los más valientes y los lugareños y mariscaores acostumbrados a entrar y salir entre muros y esteros, fueron los que comenzaron a habitar y disfrutar de Camposoto, Urrutia y Punta del Boquerón aunque, en un principio, el final de la Isla con suCastillo de Sancti Petri no estaba permitido el paso por no estar comprendida en la línea de seguridad.
A veces el simple hecho de clavar en la arena la sombrilla, nos pensábamos que esa acción pudiera ser la última de nuestras vidas. Se clavaba solo lo “justito”, para no caer el quitasol con el viento. Sin profundizar por si acaso.

Profesionalmente pertenecí durante varios años a la plantilla de trabajadores de la Piscifactoría mencionada. En los años ochenta, el hecho de entrar o salir de tu lugar de trabajo suponía un alto riego de ser alcanzado por algún que otro proyectil lanzado desde Torregorda o del C.I.R.nº 16 de Camposoto. Quizás también, cruzar por detrás del campo de tiro existente junto al pozo de Alcudia. Hoy, afortunadamente todos estos terrenos están considerados como Parque Natural fuera de aquellos peligros y abierta totalmente al disfrute de los bañistas desde la primera pista hasta la Punta del Boquerón.

Camposoto, una playa que no podíamos gozar los cañaíllas teniéndola al alcance de la mano, constantemente era articulada en los medios de comunicación locales de El Mirador de San Fernando y Boletín Isla, reclamando la apertura de los baños y las inversiones que podían llegar a San Fernando y bienestar con el Turismo. Hoy en día, aún continúan los políticos vendiéndonos inversiones futuras en Camposoto con el fin de conseguir el voto para la alcaldía. En aquellos tiempos del régimen franquista, los alcaldes nos fueron impuestos. No teníamos derecho al voto. Ahora si. Pero, a veces, los alcaldes, como en aquellos tiempos, nos son impuestos –con legalidad- a la fuerza aunque no sean los elegidos por el resultado del voto popular. El derecho del pueblo viene a ser igual, ya que nuestros demócratas de hoy, llevan la voluntad del pueblo donde a ellos personalmente les interesa para poder sentarse, al menos, en un sillón, aunque se merezcan que sea de escai.

Llegó el lleno a Camposoto. Perdido el miedo, todos a la playa de la Isla. Los primeros años era muy difícil de aparcar. Hoy en día continuamos igual. Fotografía cedida por Maruri Niño.

La playa de la Casería en aguas de la Bahía, separada de la de “Cañoherrera” por las dependencias militares de los polvorines de Fadricas, próxima al Arsenal de La Carraca, ha sido también una playa familiar que soportó la afluencia de los vecinos de la parte norte de la Isla y todos los que a ella nos acercábamos. Esta playa del barrio marinero comenzó a restar presencia una vez que la de Camposoto fue permitiendo el baño en la década de los años ochenta. Mientras tanto, junto con la playa de “Cañoherrera”, constituyeron las franjas de nuestro litoral playero para el disfrute de los baños de mar.

Ya con la modernidad y realizando las inversiones como cualquier otra ciudad, nuestro Ayuntamiento inaugura en el Parque Almirante Laulhé una piscina pública de agua dulce. Esta instalación deportiva por diversas circunstancias que no vienen al caso, cuenta en su haber con más días cerrada que abierta. Este motivo, y la cercanía de nuestras playas con su cloruro, oleaje y fina arena, relegaron al agua dulce, a cursos de natación.

Ya casi todo es distinto. Nuestras playas aunque continúen recibiendo los mismos oleajes y vientos de la mar, son visitadas también por foráneos que celebran la virginidad de las mismas (por ahora). Ya no llegan las excursiones andando desde el pueblo. Ni las mobylettes, vespinos o anteriores “mosquitos”. Ahora todos vamos con nuestros coches aunque no tengamos donde aparcar. Ya no existe el baño en Cañoherrera, la Clica, el Caño 18, el Zaporito, el puente de la Baera; la Alcantarilla, los Molinos de San José y Tres Amigos. Desde el Puente de Zuazo, se lanzaban los más valientes al caño. ¡Que cojones tenían¡ Algunos les costaron algún disgusto pero, era impresionante ver dar las vueltas de campanas y el triple salto mortal por el aire antes de caer al agua, con su fango, cangrejo y coquinas. En Gallineras y la Casería siguen algunos que otros disfrutando de estos lugares. Ahora nos protegemos con un factor alto de las posibles quemaduras. Antes, cuando te quemaba la espalda, todo el mundo venía a darte un manotazo y veías las estrellas. Aquellos cuellos de camisa blanquecida al sol en los poyetes de las azoteas, te hacían “rozaduras en el cuello quemado”. La carterilla ya casi no es conocida. Y para más colmo, a la playa de los militares ya acude cualquiera. Ahora en la Isla ya no quedan militares como para tener una playa exclusiva para sus familiares. Aquellos cañaíllas que comenzaron pagando 15 céntimos de pesetas en los baños del Zaporito, ahora, sus bisnietos, por algo menos de 600 euros, se bañan hasta en Cancún. También emigramos y conocemos las playas de la provincia. En “aquellos tiempos” ocurrieron más relatos de aquella Isla que puedes conocer en www.elguichidecarlos.com que, al cumplir su segundo aniversario, desea “regalar esta chiquita de la historia con sabor a cañaílla”.

Carlos Rodríguez.- 2007
El güichi de Carlos Historias de La Isla.