Relojes públicos de San Fernando
El tiempo y su medida
Quien no se paró algún día en meditar, o tal vez en pensar sobre la genuina, verdadera y curiosa historia de nuestros relojes públicos. Sí, de aquellos que impávidos y colocados en las alturas de diversos y emblemáticos edificios públicos de nuestra Ciudad, contemplan y han visto pasar el inexorable, cansino, a veces de prisa a veces despacio paso del tiempo discurrir a través de sus puntiagudas agujas, las cuales marcaron el pasado, el presente y el futuro de todo aquello que formó nuestra historia y legado cultural; y lo que resta aun por venir. Testigos mudos e imparables de un tiempo que nos tocó por fortuna o por desgracia a veces de vivir, gozar, sufrir, sentir, y mil sentimientos más. Tan íntimos y personales como el de la vida misma, que nos toca a cada uno la inmensa y maravillosa fortuna de vivir; única e irrepetible en cada caso. Este pequeño artículo quisiera dedicarlo, a tan singular periodo de nuestro pasado, y a tan curiosos como ignorados instrumentos con los que convivimos cotidianamente; nuestros relojes públicos. Los cuales forman parte de nuestro paisaje urbano, tan callados como precisos y que marcan silenciosos, la maravilla diaria de disfrutar de lo más hermoso que Dios nos regala cada día a cada uno de nosotros; la vida, cual hermoso y valiosísimo tesoro a conservar, disfrutar y dar gracias cada día, por la dicha de poseerla. Si pudiera definir el tiempo, de el diría que no es otra cosa que un mero y breve espacio entre nuestros recuerdos, y que afortunado es el hombre, que tiene tiempo para poder esperar….Por otro lado y por muy lento que este pase y me refiero al tiempo, el transcurrir de sus horas nos parecerán cortas, si pensamos que estas, nunca más han de volver a pasar. Meditemos todo ello y lo mucho e irrecuperable que perdemos en tantas cuestiones banales y fugaces, y ello me hace recordar al gran cantautor catalán Joan Manuel Serrat en una de sus canciones, donde en una de sus estrofas nos dice: “que solo vale la pena vivir; para vivir”.

El mas antiguo de nuestros curiosos relojes públicos, dejando a un lado aparte aquellos viejos relojes solares adosados a la fachada de la torre principal del histórico y emblemático Castillo de San Romualdo y de los que tanto sabe mi buen amigo Milán, fue instalado tras finalizar las obras de la Iglesia Mayor Parroquial de San Pedro y de San Pablo y de los Desagravios; nombre oficial de la popular Iglesia Mayor Parroquial, sita en la Plaza de la Iglesia Mayor., (antes Plaza del Ejército de Tierra, del Capitán García Hernández, de Sagasta y del Correo, entre otras viejas denominaciones que este lugar poseyó en el devenir del tiempo) tras culminar su obra (1757/64). Aquel primitivo reloj desde sus inicios ubicado en el frontispicio de nuestra Iglesia Mayor Parroquial, y que posteriormente fue complementado con otro, y colocado en la torre cuyo lateral forma el angosto callejón de San Pedro Apóstol (actual de María Santísima de la Soledad). El cual posteriormente y a mediados del pasado Siglo XX, fuese retirado de su emplazamiento primitivo, para ser colocado en la torre opuesta y bajo el campanario de dicha Iglesia Mayor Parroquial. En este caso en el popular callejón de la Funeraria o de San Pablo y oficialmente calle del Soldado de Infantería de Marina Pérez Murga, donde permanece impávido desde aquella gran reforma sufrida en el edificio que alberga la Compañía Telefónica, y que motivó su retirada tras la construcción de su segunda planta que impedía la correcta visión del mimo, quedando de aquel pasado una oquedad cegada por la argamasa que aún nos la recuerda si observamos con atención y curiosidad, su primitivo emplazamiento.

Entre tantos recuerdos e imágenes curiosas e ignoradas, que podríamos rememorar de aquel ya lejano pasado de nuestra historia local, que podrían ser tantos como para llenar de anécdotas, el más interesante de cuantos libros aun quedan pendientes de escribir de nuestro pasado. De todo aquello, os comentaré estos breves y sencillos apuntes:
Nuestros viejos relojes al igual que ocurriese con el alumbrado público y privado en nuestra incipiente Real Villa desde el día de su emancipación política y administrativa de la Capital y su andadura como entidad municipal jurídica y administrativa (11.01.1766), vio discurrir el paso bajo los sistemas del aceite, petróleo, gas y el actual alumbrado eléctrico en este caso, en las prostimerías del pasado Siglo XIX.
De aquellos casi olvidados personajes en el tiempo llamados serenos, y su respectiva Sección, integrada posteriormente dentro de la fuerza municipal de seguridad, tras la fusión de aquella, con la por entonces Sección de la Guardia Municipal, ambas bajo la organización y reglamentación, durante el mandato de su primer comandante cuando corría el convulso año de 1868, y la llegada y asentamiento de estos, desde sus primitivas comisarías de barrios, en la planta baja del Palacio Consistorial, donde también desde los inicios de la obra de dicho emblemático e histórico edificio, existía la vieja cárcel en sus inicios dependientes de la corona y de ahí el apelativo de cárcel real. Los toques de silbato de aquellos servidores públicos que rondaban con su estampa solitaria cada demarcación o distrito en que se subdividía nuestra por entonces Ciudad, y la prestación de sus servicios a estos asignados entre el ocaso y el nuevo amanecer del sol, provistos de chuzos, y portando en sus manos aquellos viejos faroles de aceite y luego de petróleo, y el oírles pregonar con sus voces las horas entre el vecindario; ¡Las tres y sereeeno!.
En caso de incendios, se reglamentó el toque y repique de nuestras campanas en sus iglesias y parroquias isleñas respectivas, para anunciar o pedir la ayuda necesaria para su extinción en cada barrio afectado; lo propio también se hizo en caso de cualquier otra catástrofe o calamidad. Que decir durante aquel aciago verano del triste año de 1800, durante la célebre epidemia de fiebre amarilla o vómito prieto que diezmó nuestra población isleña, y que precisó reglamentar los toques y repiques de campanas de nuestras iglesias, por tantos sepelios que en aquel funesto periodo se produjeron. Nuestros viejos relojes, también fueron testigos mudos de todo aquello, y de mucho más….Que por muy lentamente que nos parezcan ver pasar las horas
Cuentan como era ya durante el último cuarto del Siglo XVIII y gran parte del XIX, el único reloj público que marcaba las horas en tan turbulento y agitado periodo de nuestra hermosa Historia Local. También como era mantenido por aquellos relojeros públicos, cuyos jornales eran sufragados a costa de los llamados fondos del común. Y de cómo durante las noches de aquel periodo antes citado, se alumbraban desde su interior, a través de su pérgola o pantalla de cristal, mediante una lámpara de aceite, para evolucionar posteriormente al igual que lo hizo el resto de nuestra sociedad, mediante el empleo del petróleo, y del gas; hasta llegar a la actual energía eléctrica. Una pléyade de relojeros públicos, se encargaron del mantenimiento de dichos artilugios, y por citar de entre aquellos a uno, recordaré a D. Tomas Otero Picón quién con el tiempo haría lo propio para mantener en funcionamiento el segundo de nuestros viejos relojes públicos isleños; concretamente al colocado en el año de 1876 en la fachada de la Iglesia de Ntra. Sra. Del Carmen y posteriormente el mas conocido de nuestros medidores del tiempo; me refiero al colocado en el año de 1894 en el frontís de las casas Consistoriales, e inaugurado al igual que el final de la obra de dicho emblemático edificio un año después; y tras el paso de 117 largos años de obras, parones y mil vicisitudes hasta su culminación final.

Pero existieron otros relojes e instrumentos análogos medidores del tiempo, que aunque sin guardar relación con aquellos viejos relojes isleños antes citados, pasaron a mejor vida tras la desaparición de estos. Me refiero al célebre y archiconocido “Pito de la Constructora”, cuyo estridente y singular sonido varias veces empleado a lo largo de aquellas jornadas laborales, avisaba a sus miles de operarios en cada cambio de turno; aquel pito y aquella señera empresa y tantos miles de empleos, se perdieron todos de forma absurda e irremediable; mas no evitable. Tampoco quisiera olvidar el anuncio del mediodía mediante salvas de ordenanza y el empleo de la artillería desde nuestro Arsenal Naval de la Carraca.
Otros de aquellos añorados relojes, marcó el tiempo en la llegada y partida de los viejos y modernos ferrocarriles, que venían o partían de nuestra vieja y desaparecida estación ferroviaria en el Paseo del General Lobo o vulgarmente conocida como “La Glorieta”. Sus sones y campanadas al unísono del pitido procedentes del vapor y el chasquido sobre las vías, de las bielas de las pesadas locomotoras que tanto le encantan a mi amigo “Nono Sanz” recordar, marcaron un antes y un después también en la peculiar historia de nuestro ferrocarril. Tiempo ya lejano y que no volverá a repetirse de contemplar la estampa de aquellas llegadas y partidas a familiares y amigos, con rumbo lejano. De pañuelos blandidos al viento diciendo adiós o saludando el retorno de un ser querido; que por cierto la cruel realidad del presente, nos impide incluso acceder a su anden, sin abonar las tasas oportunas para ello. Aquellos viejos relojes ferroviarios, en la actualidad fueron reemplazados por moderna técnica digital y la respectiva megafonía dentro de la moderna estación central (San Fernando-Bahía Sur) y apeadero en “la Glorieta” (San Fernando-San Carlos), que nos anuncia la llegada y partida de los modernos ferrocarriles que ven discurrir sobre aquellos viejos rieles o caminos de hierro, tendidos en su mayor parte dentro del trazado inicial del proyecto de 1857/61, y que pronto verá cumplir el 150 aniversario de la llegada de este maravilloso medio de transporte y comunicación a nuestra Ciudad, desde el día de su inauguración oficial (13.03.1861/13.03.2011).
Otro curioso reloj, que aún permanece aunque algo apartado de la urbe, pero no por ello olvidado, es el situado en el frontis de la Escuela de Suboficiales, antes Escuela Naval, y que marca las horas y el tiempo, en toda la Población Militar de San Carlos y gran parte del señero y primitivo Barrio de la Casería de Ossio, allá por los entonces llamados “Extramuros Norte” de nuestra geografía local.
Quien no se ha parado en contemplar dentro de nuestro nomenclátor o callejero local isleño, la procedencia y verdadera historia de los nombres de ciertos personajes que jalonan las esquinas de nuestras calles y plazas. En tal sentido quisiera aclarar la historia al menos de unos de estos, y me refiero a la actual calle de Losada, que como todos sabrán, nace en la propia calle Real y desemboca en la del General Valdés; antiguamente nombrada de Belén. ¿Pero quien fue tan desconocido, por muchos de nosotros aquel tal Sr. Losada ? .En primer lugar aclarar que dicha denominación oficial fue asignada a la antigua calle de San José y Portales en la sesión de cabildo municipal celebrada y presidida por el entonces Alcalde de nuestra Ciudad D. Antonio Cencio Romero, cuando corría el día 25 de Abril del año de 1874, y que modificó y alteró los nombres de mas de setenta vías públicas que hasta entonces poseían nombres de santos o de motivos religiosos, muchas de las cuales aún perduran sus nombres también en aquella sesión asignados.

D. José Rodríguez Losada: natural de “Iruela” (León), nacido en el año de 1797 en el seno de una hidalga familia. Su infancia y adolescencia discurrió, como pastor del ganado familiar. Años mas tarde, ingresó en el ejército español donde alcanzo el grado de oficial. Por sus ideales políticos y tras los graves sucesos acaecidos en el año de 1823 en nuestra Nación; nuevamente invadida por el ejercito francés al mando del Duque de Angulema, cuya ayuda de forma secreta solicito aquel nefasto Rey de España que no fue otro que el deseado e indeseable D. Fernando VII, motivó se exiliase en Londres (Inglaterra). Una vez en ella se afinco con la ayuda de ciertos compatriotas, y logró un puesto de trabajo como mozo en una prestigiosa fábrica de relojes, donde muy pronto destacó entre los restantes operarios por sus dotes y cualidades en dicho arte. A la muerte del dueño de dicha empresa, fue puesto al frente de la misma logrando fama y prestigio en la fabricación por entonces de los más afamados relojes de su época. La producción durante su vida profesional como excelente relojero al frente de dicha empresa inglesa, fue de 6.257 relojes, de los cuales 5.500 fueron de bolsillo; actualmente son conceptuados como obras de arte y muy cotizados. Entre la valiosa y variada colección de relojes y otros instrumentos de medición, de que dispone nuestro Real Observatorio de Marina, se encuentran tres piezas construidas e importadas desde Inglaterra por el Sr. Losada, concretamente se tratan de:
Un cronómetro de observatorio construido en el año de 1857 e inventariado con el Nº 098.Dos relojes de péndulo; uno fabricado en el año de 1858 con el Nº 011 de inventario. Y un segundo de la misma clase, fabricado en el año de 1859, poseyendo dentro del inventario el Nº 015.
El Sr. Losada en muestra de gratitud y estima hacia S. M la Reina de España D. Isabel II y al Pueblo de Madrid, le regaló un famoso reloj que aún podemos contemplar en la Puerta del Sol. Este se construyó igualmente en Londres, y fue trasladado a la Villa y Corte en el año de 1865, para ser colocado en el antiguo edificio que albergó al Ministerio de la Gobernación y antiguas casas popularmente conocidas de “Corderos” siendo tras sus preceptivas obras colocado en el día 6 de Noviembre de 1866; para comenzar su andadura y funcionamiento el día trece días después. Poco tiempo después y en su entorno nació la costumbre que perdura hasta nuestros días, de reunirse frente a el en la noche de San Silvestre (31 de Diciembre), para despedir al viejo año y celebrar la llegada de uno nuevo con la toma de las tradicionales doce uvas de la buena suerte. Aquel viejo y entrañable reloj ha cumplido recientemente 142 años de larga vida. Esta es la breve biografía de uno de lo mas renombrados y afamados relojeros a nivel Mundial, que cuenta en nuestra Ciudad con una calle en su honor; la Calle Losada.
Pero quisiera dejar para colofón final de toda esta curiosa historia de tan singulares artilugios, la del mas conocido de nuestros relojes isleños; y me refiero al ubicado en el castillete del frontis del Palacio Municipal o Casas Consistoriales.
Flanqueado por las figuras que simbolizan “La Fama” que porta entre sus brazos una trompeta y “La Justicia”, que sostiene de igual modo una espada, y entre la Corona y el Escudo de nuestra Ciudad, se encuentra el viejo reloj de nuestro Ayuntamiento Isleño.

Si nuestro viejo reloj que curiosamente no fue aquel primitivo, y cuya adquisición fue vista en sesión de cabildo de fecha 15.09.1893, y acordada su compra a uno de los por entonces mas prestigiosos fabricantes de relojes para edificios públicos de su época, el llamado D. Antonio Canseco y Escuredo, cuya relojería sita en Madrid en la Calle Mayor Nº 55 al 59, donde fue adquirido por acuerdo de cabildo de nuestro Ayuntamiento en fecha 06.10.1893, por la suma de 13.260 Pesetas, pagaderas en tres plazos. Su montaje fue supervisado por el propio fabricante, cuya estancia en nuestra Ciudad se hace constar; y en su pérgola se podía perfectamente leer su nombre “Canseco”. Una imagen muy ilustrativa del año de su puesta en funcionamiento al igual que de la culminación e las obras del propio palacio consistorial, es aquella histórica fotografía de la misa de campaña y despedida al Batallón expedicionario de nuestra querida y entrañable Infantería de Marina (09.06.1895) antes de su partida con rumbo a ultramar. Imagen que inmortalizó el gran maestro, y me refiero a D. Manuel Quijano Gómez precursor de la zaga de la familia Quijano, y todo lo que tan ilustre apellido significa dentro de la fotografía, y la historia de nuestra Ciudad. Aquel viejo reloj al son de sus campanadas encerrado en su viejo castillete, y en unión del primitivo pararrayos colocado en la azotea, contempló el culminar y la inauguración de las obras de nuestro palacio Municipal, en aquel lejano año de 1895.
Dentro de las bases presentadas por el Sr. Canseco, y el pliego de condiciones en las que este se compromete para su obra, se citan las siguientes:
Aquel primitivo reloj numero seis de horas y cuarto con motor a resortes, treinta horas de cuerda y esfera transparente de un metro y cuarenta centímetros de diámetro, dotado con una campana de 500 Kg sistema Font, un timbre del mismo sistema de 200 Kg, y otro de 100 Kg, y de un armazón de hierro dulce para la citada campana y su respectivo timbre. Los pagos se estipularon en tres, el primero pagadero dentro de tres meses desde la fecha de la firma de su contrato, el segundo en Octubre de 1894, y el tercero en Octubre de 1895. Curiosamente se vio en sesión de cabildo de fecha 13.10.1893, el dictamen emitido por el entonces Excmo. Sr. Gobernador Civil de nuestra Provincia, sobre autorizar al Ayuntamiento de nuestra Ciudad, en cuanto a la compra y colocación de dicho reloj en el frontis de su Casa Consistorial.
Aquel viejo reloj cuya vieja y cansada maquinaria, creo que dormita en el interior del castillete en las alturas de nuestras Casas Consistoriales, donde fue un lejano día colocado y que marcó en gran medida y vio pasar el tiempo de nuestra sociedad, fue sustituido por otro mucho mas moderno hace unas décadas, e incluso se le dotó de sonidos musicales, como el hermoso himno de nuestra amada Andalucía. Hoy está dotado de sistemas eléctricos digitales, y su mantenimiento corre a cargo de manos de expertos técnicos municipales; que lo mantienen con los adelantos propios que los nuevos tiempos requieren.
El tiempo no solo en las esferas de tan singulares artilugios, pasa al igual que para todos lento pero inexorable. Al igual que el llamado tren de la vida que pasa cansino por delante de cada uno de nosotros, a través de innumerables estaciones, subiendo sin cesar pasajeros, que de igual modo se apean de él en un momento insospechado e inesperado. Pero estos nuestros entrañables y curiosos medidores del tiempo, tan bien nos pueden relatar mil crónicas de todo aquello que fue; o que pudo haber sido, cual testigos mudos de un tiempo ya perdido; del que debemos sin excepción todos de aprender.

¡El tiempo al igual que la existencia de todos nosotros como meros seres mortales, en esta vida terrenal, no es otra cosa que una efímera transición, y que nos equipara a todos sin excepción y nos define como mero material fungible, con inevitable fecha de caducidad y cuerda para tan corto espacio al que llamamos vida; sepamos aprovecharlo segundo a segundo y dediquémoslo todos a disfrutar de ella en su justa medida!
Imagínense ustedes contemplar cualquier periodo de un pasado cercano o lejano, y como si por milagro de la magia pudiésemos viajar a través de nuestras mentes, y contemplar de igual modo con nuestros ojos todo aquello, que un día vieron nuestros entrañables relojes allá en las cumbres de nuestros edificios públicos citados, lentos y parsimoniosos. Recordando aquellas memorables frases de un célebre y renombrado poeta; ver contemplando, como se pasa la vida…….
El presente artículo está dedicado a una persona muy especial para mí. El cual no es otro que mi genial y recientemente fallecido amigo, D. José María Hurtado Egea; “Pepe Hurtado”, a quién el pasado Martes de Dolores se le paró el reloj de su vida. En gran parte dedicada con todo el amor con el que hacia sus cosas, como así él las solía llamar de su isla; de nuestra entrañable y querida isla de León. Cronista de mil historias de ella, y cuyo recuerdo imborrable nos legó a través de sus obras publicadas; y aun otras pendientes de serlo. Recuerdo aquel día de tu sepelio mi estimado amigo “Pepe”, ver tu féretro envuelto bajo la bandera de nuestra Ciudad, y también el saber que tus cenizas pululan y transitan por doquier por sus rincones y calles. Y así por siempre te tendré presente, cuando me parezca que entre ventoleras te vea pasar por cualquier lugar de ella e incluso saludarme a nuestro paso; o me parezca incluso hasta ver tu imagen imborrable de tus recuerdos. Pero por encima de todo aquello, te recordaré como mi maestro en inculcarme el amar, querer y divulgar algo, que en común compartíamos los dos; la pasión por nuestra Ciudad y su historia, su hermosa y peculiar historia. Por tantas charlas y concejos que mantuvimos; mil gracias por siempre, mi querido y entrañable amigo, y que te tanto en falta te echaré. Mi querido amigo, el tiempo fortalece la amistad y debilita el amor, al igual que descubre la verdad, y es el gran maestro que tantas cosas logra desvelar a través del paso del mismo.
Si pudiese poner música a este breve y singular relato, utilizaría aquella vieja y memorable canción que bajo el título “Reloj no marques las horas”, que nos deleitaba con su prodigiosa voz el gran cantante “Lucho Gatita”.
¡El tiempo, testigo mudo e inexorable de las cosas, que pone a cada cual y a todo en su sitio; por supuesto con la espera inevitable, lánguida y parsimoniosa, en el devenir del mismo….! También el tiempo, es la propia imagen de la eternidad en movimiento, y es por otra parte el mejor autor, que siempre encuentra un final perfecto para casi todo, y que a menudo suele dar dulces salidas, ante tan amargas dificultades que nos trae la propia vida.
Frase lapidaria: no perdamos nada de nuestro tiempo, quizá los hubo mas bellos; pero este es el nuestro, único e irrepetible, gocemos de el plenamente.
San Fernando a 1 de Julio de 2008
Juan José Maruri Niño.