Aquellos Tiempos

Los diteros en San Fernando

Según dice la Real Academia Española de la Lengua, “Ditero es aquella persona que cobra la “dita” y ésta son pagos a plazos, en pequeñas cantidades, fijadas por el comerciante o cliente y, en ocasiones, con el incremento del interés sin conocimiento de éste”.

Hoy en día prácticamente el oficio de ditero se encuentra desaparecido aunque aún quedan en San Fernando algunas personas que continúan ejerciendo dicha actividad. Para los más jóvenes que quizás no sepan qué fue un ditero, y para los que sí les conocimos, vamos a recordar a través de los relatos de personas que desempeñaron dicha profesión y que, afortunadamente, aún se encuentran entre nosotros y, a los que ya no lo están serán sus hijos quienes nos revelan los recuerdos de sus padres.

He tenido la suerte de conversar con varios diteros ya de edad muy avanzada, quienes me han contado parte de sus recuerdos, sus vidas y sus penalidades. He disfrutado oyendo sus historias y les he notado nostálgicos trasladándose a sus  años de juventud. 

Reunión de diteros en la puerta de la delegación de San Fernando para iniciar la jornada. Con ellos, sentado, un pinche para ayudar a las canastas. Rafael Muñoz  es el primero a la derecha de la foto y Salvador Cañero sentado a la derecha de la foto. (Año 1951). Foto cedida por José Mª Muñoz García.

Con este artículo que perdurará en el tiempo Dios sabe cuánto, queremos hacer un homenaje a las personas que  de la dita desarrollaron su profesión, porque con ello, ganándose la vida, facilitaron la subsistencia y quitaron de padecer penurias a muchas personas humildes de aquellos  tiempos que, sin la visita diaria del ditero, no contaban con un aval suficiente, para la compra a plazos en los comercios isleños.

Generalmente los diteros que conocimos procedían casi todos de otras tierras. Algunos fueron de San Fernando; pero en menor proporción. A estos, los iremos conociendo a través de sus recuerdos.  

Escrito está que cuando el Rey Fernando III “El Santo” conquistó la ciudad de Sevilla, y ordenó a sus huestes y fieles vasallos: “Que sean expulsados de la ciudad toda la morería y razas inferiores y adoradores de diteros, y otros reptiles parecidos a los que deberán requisar todas sus banderas y pendones verdes que no supieron defender como hombres”. El Rey sabría porqué lo decía pero, desde luego, nuestros diteros mayoritariamente han sido personas de otras tierras que conquistaron a La Isla y en ella se quedaron y formaron familias. De aquí no se expulso a ninguno; al menos que sepamos con certeza.

En los tiempos de la postguerra entre las décadas de los años cuarenta a los setenta que recordemos, fue habitual que los hombres incluso los jóvenes vistiesen diariamente con trajes de chaqueta y corbata. 

Especialmente así vestía el gremio de los representantes o agentes de comercios, dependientes de refinos y de confecciones, de zapaterías y cualquier otra tarea que en su quehacer  diario debía tratar directamente con clientes. Excusamos a los chicucos de ultramarinos y dueños de los güichis que mantenían su peculiar manera de vestir, y a los operarios de Bazán, Fábrica de San Carlos  que vestían con sus clásicos monos de trabajo. Y a las  personas que se dedicaban al cultivo en las huertas y salinas, porque estos últimos no debían  tratar directamente con el público, y sus faenas nos les permitían, así como la economía, ni siquiera en domingo lucir un terno o traje de chaqueta.

Por las calles de La Isla, que en aquellos tiempos se encontraban  empedradas  con chinos peluos o de adoquines, e incluso de terrizo con acera de losas de tarifa; caminaban habitualmente unos hombres mayoritariamente trajeados con corbata. Incluso en pleno verano. En invierno con elegantes gabardinas para la lluvia o pellizas en los días de frío. 

Los Diteros en San Fernando
Pepe Gutiérrez Marfil (a la derecha de la foto) y un compañero ditero dispuestos a vender. Pepe sostiene el libro de ditas en la mano. Foto cedida por Conchi González Gutiérrez.

Estos hombres portaban en grandes canastos los artículos para mostrar o vender. Sus ventas se efectuaban de puerta en puerta, fiando su importe a las mujeres que sabían que les pagarían minuciosamente las compras de las necesidades en el vestir a la familia o del hogar. Estos hombres fueron los diteros, y en la calle se hacían acompañar de ayudantes o de sus chiquillos, o de cualquier otro niño del barrio,  para que le vigilaran el canasto y  la mercancía mientras ellos vendían o cobraban. 

Los diteros en sus comienzos solían depender de un patrón que les suministraba las prendas y el material. El patrón habitualmente había ejercido anteriormente como ditero y, al dejar la calle, se establecía con su propio negocio del que suministraba los artículos a los nuevos diteros. También hubo personas  encargadas de los diteros y  de almacenar los artículos que entraban en San Fernando procedentes de otros mayoristas residentes fuera de la Isla. Diariamente, desde muy temprano, los diteros se echaban a la calle sin saber cuantos pasos darían en el día. 

Los diteros mientras no se hicieran con un libro de dita propio, serían considerados como empleados a sueldo y/o comisión. Cuando  se les presentaba tenían la oportunidad de  comprar a otro ditero su libro de ditas,  en el  trato se acordaba e incluía  tanto las clientas como las trampas de estas, en las que no faltaban deudas difíciles o imposibles de cobrar. 

Reunión familiar de diteros con esposas e hijos delante de la estatua de Varela. Mi padre a la izquierda de la foto y junto a él su amigo y paisano Salvador Cañero. A la derecha de la foto Francisco Villegas, también de Montilla. (Año 1952).Foto cedida por José Mª Muñoz García.

Quienes solían vender sus libros de ditas, lo hacían para iniciar una nueva aventura abriendo negocio propio abierto al público en general; especialmente de confecciones y zapaterías. Otras personas abandonaban el oficio cansadas de la profesión y volvían al pueblo de origen.  

 La teneduría de las cuentas a cobrar por el ditero se anotaba en una gruesa libreta de pastas negras de hule, que mediante unos hierros y dos palometas de las llamadas de mariposa, sujetaban las hojas  de las cuentas individuales de cada clienta con sus anotaciones de entregas y pagos diarios. En ocasiones para poder cerrar el libro de tantas  hojas que contenía se hacía con anchas gomas. En cada una de estas hojas se anotaba a lápiz el importe total de la compra efectuada, indicando el número de plazos a pagar y su importe en pesetas que diariamente, al llamar al picaporte de la puerta, el ditero pensaba cobrar. Según el empleo de la compra se solía financiar a 60 o 90 días, procurando no dar mayores plazos para incentivar posteriormente otra nueva dita.

Los diteros solían llevar los artículos para vender de diversas maneras. Portaban  grandes  canastos de mimbre; a veces les colgaba del brazo las piezas de telas de variados colores llamativos; el hombro también se utilizó para portar grandes prendas como en ocasiones pesadas alfombras. El libro  se solía llevar sujeto en la mano, cerca del pecho o entre el brazo y el costado. En las manos sujetas por cuerdas o guitas, portaban enseres de cocinas como las cacerolas, ollas colorá, lecheras de aluminio  o cualquier utensilio de barro como un búcaro o botijo, lavadero de madera o tapa para la tinaja. Todo se vendía puerta por puerta. 

También vendían  calzones, medias para el luto, bragas, la bajerita pa la niña, que ya no era tan niña y no se clarearse entre las piernas, combinaciones para las mujeres, calzoncillos de  popelín, camisa nueva pa los domingos; pantalones para el padre que los que tenía se encontraban mu remendao;  calcetines, parches para rodilleras y coderas, hules para la mesa de cocina, zapatos, alpargatas, mantas, colchas, tela y forro para colchones, sacos de arpilleras,  tazones para los migotes de pan y leche, vasos para el café, sartenes, palanganas, escupideras… de todo.

Cuando las mujeres les solicitaban cualquier otra necesidad que no podían facilitarle en el momento,  los diteros tenían acuerdos con ciertos comercios y refinos  de San Fernando donde la clienta podía ir en su nombre con un vale del ditero  ya indicando el importe de las pesetas máximas a gastar en las compras, como a ellas les viniese en gana.  El comercio o refino vendía a su precio habitual de la calle y cuando el ditero se pasaba por el comercio para pagar al contao, recibía un importante descuento para sus beneficios. La diferencia entre la compra y el pago, más el tanto por ciento que se incrementaba por la gestión suponía el total de la dita a pagar. 

Tuvimos diteros de los considerados fijos que vivían en San Fernando y cada uno  hacía suyos los barrios donde vender. De vez en cuando acudían de otras tierras con otro tipo de géneros; diteros ambulantes que se les conocía como los gitanos por ser de esa raza y a los que fueron payos también se les llamó así por el hecho de ser ambulantes.  Solían parar en el mesón del Duque o en cualquier otra fonda o casa de pensión de la localidad.  Había que ser desconfiados con ellos y revisar bien las compras (estas eran al contado y no a ditas) porque las prendas, o tenían un defecto de cosido, o al terno le faltaba el chaleco o el pantalón y, cuando te dabas cuenta, ya se habían marchado de La Isla.

Estos ambulantes solían portar y vender también con grandes canastos de mimbre donde cabía casi de todo, especialmente artículos que también se solían vender en nuestros refinos,  camisolas, vestidos o cualquier otra prenda que se exponían en nuestros escaparates. Encajes, cintas, cortes para cortinas, muselinas, telas,  visillos, cortes de piqué, platos, tazas, infernillos de petróleo, etc. Solían venir varias personas juntas que, mientras una mostraba la prenda, otra no paraba de decir que era de buena calidad, duradera, barata etc, incitando para convencer. Se diferenciaban perfectamente de los de la Isla por el acento en su habla.

Las que fueron buenas marchantas y pagadoras abrían las puertas del ditero para que sus hijas o vecinas recomendadas tuvieran sus ditas particularmente. Especialmente en los patios de vecinos y barrios, el ditero solía confiar y actuar según las informaciones que recibía de algunas mujeres de confianza y honradez en el pago diario, en cuanto a las noticias de cumplimiento de pago que tenían de fulanita y menganita que había solicitado abrir sus ditas. 

 Donde el ditero veía una reunión de mujeres en las esquinas o casapuertas, este se acercaba porque sabía que allí vendería. 

La mayoría de estos personajes dedicados al negocio de la dita con las ganancias obtenidas y el tiempo transcurrido, fueron abriendo comercios cara al público y quienes no lo hicieron, en sus casas solían tener habitaciones donde almacenaban los artículos y  eran visitadas por sus clientas para comprar. 

De izquierda a derecha agachados: Miguel Garzón, Tomás (ditero de P.Real), Rafael Muñoz con su hijo José Mª, Salvador Cañero y Antonio (trabajó también en un cine). Arriba mismo orden; Abuela de Garzón,  Anita, Desconocida, Pepita (mujer de Tomás), María García, María “la cañera” y la mujer de Antonio y niños de las familias. Foto cedida por la familia Muñoz García.

El ditero acudía diariamente a todas las casas de sus clientas para cobrar e intentar vender una nueva dita. Su presencia se les llegó en parte a tomar cierta manía y miedo cuando no se les podía pagar. Su figura a veces fue una pesadilla y como todos los diteros suelen contar, hasta los chiquillos les mentían por indicación de la madre.  

Tanta confianza tenían con las clientas, que cuando los diteros mostraban signos de encontrarse de luto recientemente, las cañaíllas en aras de cumplir o hacer la pelota les preguntaban y mostraban angustia para ablandar el corazón del cobrador. En ocasiones los diteros al llegar a los patios de vecinos o viviendas, se sentaban en una silla a descansar y sacaba un pañuelo del bolsillo  superior de la chaqueta, para  secarse el sudor. Otros pañuelos, pero en esta ocasión salían de  entre los sostenes y los pechos de las mujeres,  que con un nudo bien apretao, para no perder las monedas que allí guardaban, todo el día hasta el momento de tener que  pagar,  bien al ditero o al chicuco del almacén de ultramarinos principalmente.

Las madres fueron perfectas cobistas y les lloraban al ditero el día que no podía pagar ni un solo real…: «Está bien, pero mañana vuelvo«. Y claro que sí volvían, ellos eran incansables; a quienes no podían cobrar por las mañanas volvían a salir por la tarde a la calle y hacer de nuevo el mismo recorrido para recaudar la dita del día. Tanto fue así que se hicieron populares los dichos: “Ere má pezao que un ditero” o “Ere má puntuá que un ditero”. Cuando cobraba y se marchaba las mujeres les despedía con un “Vaya usté con Dio”, sabiendo que a partir de ahí tenían que volver a reunir las pesetas para el pago del día siguiente.

Se dice, se cuenta y sabemos que durante los tiempos de la guerra incivil (finales de los años treinta del siglo pasado) en nuestra fábrica de La Constructora se trabajaba para el armamento del llamado bando nacional a pesar de que una mayoría de operarios tenían ideas políticas de izquierdas, pero había que trabajar, ganar dinero y callar las posibles habladurías que se pagaron muy caras.

 Resulta que  en varios fines de semanas, y concretamente los sábados, sobrevolaban el cielo de la isleña fábrica, aviones republicanos con base en Málaga. Dicen que jamás tiraron bomba alguna en el interior de la fábrica, quizás a sabiendas de la tendencia política comentada anteriormente de sus obreros. En la Constructora  existían zulos antiaéreos donde el personal se refugiaba cuando oían las sirenas de aviso de la cercana llegada de aviones enemigos. Una vez dicen que una bomba cayó fuera de la fábrica y alcanzó causándole la muerte a un pobre borrico de una de las huertas próximas. Por el hecho de que los  aviones visitaran todos los sábados durante un escaso tiempo la fábrica, les vinieron a bautizar con el mote de “los diteros”. 

En los carnavales los diteros fueron objetivos de algunas que otras letras dedicadas a ellos.  Miguel Barrios un viejo ditero de Cádiz nos contó:  “Corría 1963 cuando la chirigota ‘Los nuevos atacantes’, de Enrique Villegas, dedicaba un cuplé a una oleada de atracos que había sufrido Cádiz. La copla derivaba en su remate final: «A mi suegra la cogieron en vez de un atracador, siete diteros». La letra venía a parodiar el miedo que por entonces se tenía a la aparición de los diteros, que con sus libretas recordaban a sus clientes las deudas contraídas”

En 1960 Agustín González “El Chimenea” saca una agrupación llamada “Los diteros”. Uno de sus cuplés decía: 

“Lo que hay que sufrir 

para poder cobrar 

se me pasan los días

sin poder ver un real,

date una vueltecita

lo arreglan con eso,

pero la vueltecita 

yo te la daba en el pescuezo.

El estribillo apuntillaba: 

Ditero,  ditero,  ditero.

Te llama Manola,

¿A quién?.  ¿A mí?

Dile que yo no voy

hasta que me pague las cacerolas.”

El libro del Ditero
Libro de ditas. Foto cedida por la familia Muñoz García.

Los diteros jamás descansaban; excepto el Viernes Santo. Todos los días salían a visitar y a cobrar incluso en domingos y fiestas de guardar. En ocasiones los domingos solían tomarse algunas chiquitas de vino en nuestros güichis con los maridos de sus marchantas. 

Con el tiempo, y la llegada y utilización de los vales de la Benéfica de Bazán y de la Fábrica de San Carlos, los comercios tenían asegurado sus cobros a través de los grupos de Empresa  y entonces, comenzaron a fiar y dar mayores facilidades de pago, los operarios de las fábricas ya no necesitaron tanto de los diteros. Ambas factorías también abrieron sus economatos laborales y permitían la compra de sus empleados  a cuenta de los devengos de la próxima o posteriores nóminas. 

Ya en los años setenta u ochenta surgieron otras posibilidades de compra como  fueron las tarjetas bancarias de pago a crédito. Las entidades bancarias ofrecían pagos aplazados al que nos clavaban un altísimo interés, autorizado y consentido con el beneplácito de  los gobiernos de la época. Indivíduos que presidieron cajas de ahorros sin puñetera idea, tan sólo de haber sido elegidos en cargo público y, a veces, ni siquiera ganaron las elecciones. ¡ España va bien ¡. Decían…  Aquellas cajas de ahorros prácticamente sirvieron para los fines que la prensa nos ha ido informando. 

 En mayo de 1992 se inaugura el centro comercial de Bahía Sur y en ella se establece la primera gran superficie en San Fernando. Para atraer visitantes y clientes  facilita su tarjeta de compra y los cañaíllas y las gentes de la provincia  con la incitación al consumo, se echaron una dita mensual –llegando últimamente incluso para las compras alimenticias-  también a un alto coste en intereses. Eran los tiempos del consumo y había trabajo para casi todos,  las nóminas venían una detrás de otra. 

Hoy estos nuevos diteros de ingeniería financiera no te visitan a casa. Mejor que no vayan. Si van es que te quieren desahuciar. ¡Quedaros ahí picha! .

No conocemos los rostros de  los nuevos diteros. Tan sólo sabemos de ellos que nos remiten recibos mensuales  a la tiesa cuenta corriente y, ahora en tiempos dificiles  en la economía y pérdida de trabajos ocasionados por la gestión pública  durante  30 años -por los indivíduos que han permitido o llevado lo que no es de ellos según la prensa-, a quienes hoy no pueden hacer el pago mensual de la dita, les clavan unos importes de gastos que bien duraría, dichos euros, para varios días visitando y disfrutando de nuestros Güichis.  Eso sí, ocultándose en la frialdad de un papel escrito echan cojones y amenzan con desahucios que, por desgracia lo cumplen en el tiempo.  

Los diteros de aquellos tiempos, al igual que los chicucos,  fueron más sensibles y comprensivos a pesar de sus ganancias. A estas personas sí les dejaron cuentas sin pagar… nunca se ha oído que se quedaran con propiedad alguna. Les conocíamos por su nombre y a veces ni siquiera se sabía sus apellidos, pero era suficiente sólo el sobrenombre de “Ditero”.

El Güichi de Carlos

Articulo publicado en “Diteros, y otras historias cotidianas de La Isla”, editado por El Güichi de Carlos, en diciembre de 2014, con sus derechos reservados.