Monaguillo de aquellos de vagarosas albas y sotana anclada hasta los pies, cuando se usaba el paternóster con tonsura. Pichichi había aprendido dos oficios que desembocaron en su verdadera vocación.
El primer oficio fue inductor e intrauterio, o sea aprendió que la iglesia hunta a las gentes con la caridad pero que la iglesia no usaba ésa caridad con los monaguillos como él. Amén de broncas sin confesionarios y pellizquitos pulgar por no congeniar con las obligaciones tal como las sentía el sacerdote.
Juan Rioja tenía virgen el sentido del gusto “yo como menos que San Antonio que tiene cepillo para él sólo”, decía con sentido común, con ésa lógica que sale cuando el estómago a ciertas horas si no ladra no le cae mendrugo.
La segunda profesión fue inducida. De tanto rozar con la sotana de aquel cura tudesco se licenció de gafe sin saberlo. Cuando en la juventud, ya con la torería andante en los carteles, JUAN RIOJA PICHICHI, el valiente torero, la gente de la isla, la comentadora y sagaz gente de su barrio había divulgado sus habilidades y nadie quería torear con él.
-¿Tú te acuerdas del día que se murió la Paca?
-¡Hombre¡, ¡y quién n0, fue sonao¡
– Pues fue el Pichichi el que le llevó aquel día el agua de la fuente.
La fama es hembra y cantaora y crece y llega a todos los oídos, y todavía más si es mala, oiga.
A Juan Rioja “Pichichi” lo anunciaron en la Plaza de Toros de Chiclana por la Feria en un mano a mano que cobró fama de letal en crónicas atónitas. Aquella tarde, confabuladora tarde, manzanilla tarde, el primer toro de Pichichi se escapó por entre los puntales de la plaza y lo envío a nirvanas de éter y algodón a un vendedor, el Pimpa, del que nadie se explicaba que hacía bajo los palos en vez de andar por los tendidos. Su segundo toro, con más poder que un sargento de compras, no le gustó por desprendimientos de ánimos.
La plaza, la simpar plaza, engalanada con guirnaldas y gualdrapas se hundió por la parte de los músicos y el toro se marchó al ferial, igual que un niño con su padre cortando los compases de la España Cañí.
Cuando devolvieron el toro a sus alberos, le faltaba un pitón, traía la lengua fuera como los ahorcados y miraba como los bizcos, desasosegando al contrario, La Guardia Civil lo fusiló.
Para último testimonio dejemos al viento, un levante vandálico que suspendió la feria por dos días. Juan Rioja Pichichi, a partir de aquel entonces tuvo que vivir como las cigüeñas, de andar por los campanarios vestido de sacristán oficio post concilio, pues la iglesia remedió como suyo aquel mal que aquejaba al muchacho.
A Juan Rioja en los bautizos no lo querían ni ver. En los entierros no había más remedio. Dicen que aprendió hasta tocar el órgano.
Rafael Duarte.
Publicado en La Cuestión 1990
Reeditado en www.elguichidecarlos.com