Metidos ya en plena feria, no me canso de ver las caras felices del ramillete de salineras que este verano ponen el color de la alegría bajo el impresionante azul del cielo de esta nuestra Isla. Un año más, se esmeran en transmitir esa felicidad que las invade y las impulsa a no dejar de sonreír, aunque el invitado de honor, como lo denomina nuestro alcalde, vuele enloquecido levantando nubes de polvo y enaguas de tiras bordadas. Son unos días que no olvidarán, ni ellas ni los salineros que las acompañan -su pareja o un amigo-, se recordarán enganchadas a sus brazos juveniles, y desearán eternizar esos instantes que grabarán con fuego en la memoria. Para ellos, para todos aquellos que viven la feria como hay que vivirla, con divertimento y mesura, con pausa y poca prisa, y para quien tenga a bien pararse en estos renglones, entreténganse con esta hablilla que, como un tinto de verano, sólo tiene la intención de salpicar este calor sofocante de Julio con unas gotas de humor.

Mi abuelo me juraba la certeza de lo que les voy a narrar, pero yo aún albergo mis dudas. Él era muy guasón y por esa razón se me resistía un poco su sinceridad cuando me contaba que siendo un muchacho, y hace mucho que duerme el sueño de los justos, el turismo en la Isla era puramente circunstancial.

Quienes solían recalar por aquí eran familiares de los habitantes o amigos de estos que habían venido a veranear a Cádiz, Sanlúcar o Chipiona. Siempre se colaban a la hora del crepúsculo y tras los besos y abrazos de rigor hablaban de lo cansados que estaban, de que habían cogido la quincena porque debían tomar los baños impares y los niños, como alertados por una palabra mágica, al punto recordaban la hora de la cena.

Ante tal embolada, sin huevos en la fresquera y casi a final de mes, había que salir cual billarda e ir al Santito por caballas, que era lo más económico. La familia salía del apuro aludiendo a la tipicidad del condumio y los visitantes se iban rozando la madrugada con la satisfacción de haber visto a los amigos y haberse ahorrado la cena.

Pues bien, hubo un verano en que decidió venir por aquí un inglés. El caballero en cuestión era muy fino de modales y de carnes, blanco como una pescadilla y hablaba un español bastante aceptable. Era amigo de uno que fue mercante, amigo de mi abuelo, y vino a acordarse de él un día del Carmen. Cuando el mercante abrió el portón y lo vio con la sonrisa forzada en el rostro, no se lo pensó y lo acogió con los brazos abiertos. Le ofreció su casa y tras refrescarse se lo llevó de paseo para luego mostrarle la feria.

Los ojos grises del inglés se abrieron de par en par para dejarse cegar por las luces y farolillos, las muchachas guapas, con aquellos trajes de volantes que se movían con gracia mientras dejaban una estela del perfume de las flores que llevaban en el pelo. Cuando se repuso de esta visión ya estaba sentado frente a una mesa repleta de raciones y botellas de fino. Harto de comer y beber, ambos pusieron rumbo a la casa.

Era noche de levante en calma. En la cama, acunado por la tranquila oscuridad, el inglés cerró los ojos y en ese instante, a un paso ya de alcanzar al sueño, un mosquito empezó a zumbar. Paralizados los miembros por el atracón y el cansancio, le era imposible espantar al insecto. Al cabo de un rato de volteretas y soplidos, tan sólo tuvo fuerzas para decirle: “No me cantes la canciona y dame ya la picotaza”.

feria, de San Fernando, velada del Carmen

Que ustedes se diviertan.

Adelaida Bordés Benítez, 16 de Julio de 2.003.