Altercado entre la Junta y la Regencia
Los franceses, gracias a un invento nuevo, habían fundido en Sevilla unas piezas, entre morteros y obuses, los famosos Villantroys, que tenían más alcance de lo que hasta entonces se había logrado, para conseguir esta distancia a las granadas o bombas, le quitaron una parte de la pólvora y la rellenaron con plomo; debido a esto cuando caían, al ser poca la fuerza del explosivo, no explotaban, solamente se quebraban dejando a la vista el plomo de su interior, no causando daño ni siquiera susto, sirviendo sólo para dar motivo a burlas y coplas como la que se hizo famosa:
Con las bombas que tiran los fanfarrones,
Hacen las gaditanas tirabuzones.

Cuyo origen nos cuenta con andaluza gracia el P. Coloma en sus Recuerdos de Fernán Caballero,atribuyéndolo a un viejo vendedor de langostinos, el señó Miguelito Román, que fue quien largo rato después de haber caído la primera bomba, se atrevió a acercarse a ella, y como con un leve empuje del píe el casco se desmembró en tres o cuatro pedazos, quedó al descubierto la masa de plomo que contenía, y levantándola trabajosamente con ambas manos, dijo el vendedor de langostinos a los del corro que se había formado: “¡Anda! ¡Pá Tirabuzones!”, que así se llamaban los rizos que entonces gastaban las mujeres, y para formar los cuales sujetaban el pelo con pedacitos de plomo. Tuvo mucha gracia la ocurrencia del viejo, y ella hubo de ser, sin duda, la inspiración del poeta anónimo autor de la copla.
De las granadas que disparaba el enemigo daban aviso a la población las campanas de los conventos de Santo Domingo, la Merced y San Francisco. En la campana mayor del último de dichos conventos vino a estrellarse una bomba, sin causar el menor daño al novicio encargado de hacer la señal Fray José Fernández, el cual, divisando otro fogonazo, se dirigió a otra campana llamada de la Amargura, porque daba a la calle de este nombre, y siguió dando avisos con la mayor serenidad. Esta escena fue observada por el embajador inglés Henry Wellesley desde el balcón de su casa, que mandó llamar al novicio felicitándole por su valentía y obsequiándolo con una onza de oro.
No sabemos si éste sería el mismo fraile que estando de guardia el día en que llegó la noticia de la victoria sobre los franceses en Arapiles, a cada fogonazo que veía en la batería francesa, emplazada en la Cabezuela, no había terminado de tocar la campana, cuando saludaba a los enemigos, según cuenta Galiano, «de un modo que con poca razón, si con universal consentimiento, pasa por obsceno, aunque su nombre suena ser, más que de otra cosa, de sastrería»; hablando en plata, “un buen corte de mangas”.
Más que a las bombas tenían las autoridades gaditanas miedo a la aglomeración de gente por los estragos que pudiera causar la fiebre amarilla, que desde el año 1800 había azotado más de una vez la ciudad. El Gobernador militar, por sí y en nombre de la Junta que presidía, publicó el 12 de Febrero de 1810, un bando para que evacuaran la plaza «los que no pudieran por su edad, imbecilidad ó sexo tomar parte en las operaciones militares», bando del que nadie hizo caso, porque todos se consideraban capacitados para tomar parte en las operaciones militares, según como las entendía el vecindario de Cádiz.
El 20 de Marzo, don José Colón, Decano del Supremo Consejo de España e Indias, de acuerdo con éste, dirigió a los fieles patricios residentes en Cádiz, un bando exhortando a los no combatientes que abandonaran la ciudad y tratando de persuadir los forasteros, a quienes llamaba ilustres prófugos,de que no siguieran abusando de la hospitalidad que los gaditanos tan generosamente les habían otorgado. La Regencia no quería que se usara la violencia o acoso sobre persona alguna; pues esperaba que todos los que no tuvieran legítimas causas, transitorias, o permanentes, para no salir, lo verificarían dentro del mes. «La benignidad de esta providencia—terminaba el Decano del Consejo—no corresponde con la vehemente urgencia del día ni con la proximidad de la estación, nuestro segundo enemigo; pero sé que hablo con verdaderos españoles para quienes el más poderoso estímulo es el amor y la libertad de la Patria.»
Mal, muy mal conocía Colón a los verdaderos españole, pues ni con el bando del Gobernador militar ni con el acuerdo del Consejo se dieron por aludidos, y tanto los forasteros como los gaditanos aguardaron con entereza y arriesgado valor al anunciado enemigo, que apareció con las calores del verano y se fue con los fríos del invierno siendo esta invasión de la fiebre amarilla muy benigna. Más estragos causó la de 1813, que se cebó con especial complacencia en los que gozaban de la inmunidad parlamentaria. También falleció, mas no de la fiebre, sino de miedo, uno de los cuatro representantes diplomático extranjeros residentes en Cádiz, el Ministro siciliano Conde de Priolo, según declaró su médico el célebre doctor D. Francisco Flores Moreno, en su Memoria, sobre la fiebre amarilla.
El incumplimiento del bando de Venegas fue causa de una violenta disputa, seguida de una ruptura de relaciones entre la Junta y la Regencia, y a punto estuvo de promover en Cádiz una verdadera revolución y una cruenta lucha en las calles entre el ejército, llamado desde la Isla de León por la Regencia, y el pueblo gaditano, que no reconocía más autoridad que la de la Junta, salida de su seno.

El caso fue que un día se presentaron en las puertas de Cádiz unos forasteros a quienes, por orden de la Junta, se les negó la entrada, fundándose en el bando, que ordenaba abandonasen la ciudad los que no fueran empleados o vecinos. Acudieron entonces los parientes y amigos de los forasteros a la Regencia que les autorizó la entrada en la ciudad. Cuando la Junta se enteró envió una diputación para que protestara ante la Regencia dicha orden, y como a la sazón la presidiera el Obispo de Orense, prelado poco sufrido y acostumbrado, por su alta dignidad eclesiástica y por sus muchos años, a ser tratado con más respeto y cortesía, le molestó la altanería y desconsideración de aquellos mercachifles gaditanos y les contestó en términos no menos violentos que los que ellos empleaban.
De esta correspondencia resultó que la Regencia nombró una Comisión investigadora, cuya autoridad se negó a reconocer la Junta, declarando que ella estaba encargada de la seguridad de la ciudad y que si la Regencia insistía en la investigación, renunciarían sus cargos todos los vocales de la Junta y apelarían al pueblo que los había elegido. Luego que llegó esta respuesta a oídos del Obispo, entre cuyas muchas virtudes no figuraba la mansedumbre evangélica, dio orden de prender a toda la Junta, medida que, de haberse llevado a cabo, hubiera promovido una insurrección popular en la ciudad.
Intervino Castaños para sosegar al Prelado, recomendándole prudencia, muy al caso en aquellas circunstancias, y tras largo y acalorado debate en que el Obispo abogó por el empleo de la fuerza armada, y el General por el olvido y perdón de las injurias, triunfó este último y se dio por terminado el incidente, disolviéndose la Comisión nombrada por no tener nada que investigar, y dejando en paz a los forasteros, por no saberse quiénes eran ni a donde había ido a parar. Pero la Junta no quiso volver a tener tratos con la Regencia, y desde entonces solo se entendió con Castaños, ignorando a sus demás colegas.

No duró mucho esta situación, porque apenas se reunieron las Cortes acabaron con aquel Consejo de Regencia y no les faltaron ganas de acabar con el Obispo de Orense por haberse éste negado a prestar el juramento a la soberanía de la nación, crimen de lesa majestad para los flamantes Diputados con ínfulas de convencionales.
Y para acabar, una reseña anecdótica sobre nuestra provincia, que en aquella fecha, 1810 – 1812, no se denominaba como Provincia de Cádiz por cambio de nombre en la división provincial que llevó a cabo José Bonaparte.

Casi todos los pueblos que hoy componen la provincia de Cádiz, pertenecían a los reinos de Sevilla o de Granada cuando se hizo la división de España por provincias en 1789, a iniciativa del conde de Floridablanca.
En 1809, cuando José Bonaparte dividió a España en 38 departamentos, la actual provincia de Cádiz formó uno con el nombre de Departamento del Guadalete, el cual casi coincidía con el actual.
El 17 de abril de 1810 cambió el mismo Bonaparte el nombre y límites del departamento, al cual llamó prefectura, dando la capitalidad a Jerez de la Frontera.
En 1813 se modificó la antigua división, pero hasta 1820 no tuvo Cádiz el nombre y límites actuales.
BIBLIOGRAFÍA.
Villaurrutia.- Historia de España.
Diccionario enciclopédico Hispano Americano; volumen V. Pág. 108.
Asociación Histórico Cultural «As de Guía»
Mayo 2010.- Año del Bicentenario de Las Cortes en la Isla de León.