La Cena de Navidad en aquella Isla
En aquella Isla de uniformes; los carteros, los basureros, los ordenanzas de casinos y círculos recreativos, los peluqueros y barberos, los zapateros, los betuneros, los camareros y hasta los guardias municipales, felicitaban a todos los que vieren.
Los industriales lo anunciaban pintando “Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo” en los comercios sobre espejos o lugares visibles para los visitantes, que comprometía a dar el “aguinaldo” contra entrega de la felicitación personal del gremio.
En todo caso, constituían una ayuda económica para hacer frente a las compras de Reyes en el Refino de la Corte, Casa Salas, Bazar Español, La Perla etc.

la cena de navidad.
Esos días al igual que todo el año, procedentes de las viejas casas o corralones, la Isla se despertaba con el canto del gallo o pavo que entonaba cada vez más fuerte como pidiendo clemencia de aquellas últimas horas que le restaba de vida.
Ese mismo día o el anterior, en los puestos de la Plaza de abastos o cualquiera de sus esquinas, y en las Callejuelas, Zaporito, Plaza del Castillo, junto a las Iglesias, y en las numerosas huertas y huertos que aún existían por Gallineras, Camposoto, la Casería y por el Parque, se vendía “grandes pavos vivos” que el hortelano o pavero, si no poseía la balanza romana, podía asegurar e incluso engañar el peso del animal sólo cogiendole por las patas. Un buen pavo podía costar hasta ¡dos duros¡.

La pata de jamón y marisco sólo se consumía en casas de pudientes y fiestas sociales. Fueron muy pocos cañaíllas quienes podían permitir saborearlo. No era nada usual como le conocemos desde las últimas décadas, que han desbancado al pavo totalmente.
El regalar un gallo o pavo fue reconocido como símbolo de agradecimiento por los favores realizados durante el año por aquellos médicos, practicantes y personas que no cobraban a veces por sus servicios a los más necesitados.
En cada casa, patio de vecino o familia existía la persona especialista en la matanza. Con un certero golpe de cuchillo no hacía sufrir al animal en los últimos momentos. Los que no sabían hacerlo, a veces tenían que correr detrás del pavo que sin cabeza y el cuello golpeando de un lado para otro, dejaba el rastro de sangre por la cocina o los patinillos. Los niños asustados de ver aquel animal andando sin cabeza corrían a salvarse hacia las accesorias o partiditos. (una o dos habitaciones donde vivían las familias en los patios).
Venta de pavos en la esquina de la Escuela del Trabajo, delante del Castillo San Romualdo. En la esquina siguiente se deja ver las taquillas y «cartelera anunciando la película que se podía ver esos días en el cine de verano «Gran Cinema». Fotografía de Angel López.
Un particular olor procedente de carne hervida para pelar las plumas del ave era característico en las casas. Confundido entre los olores de tortas de nochebuena, pestiños y roscos que, con gran esfuerzo económico, las mujeres habían estando mazando durante horas. Constituía la aportación de cada vecino a las que no faltaban anís y brandy de jerez. Al calor de una copa brasero de carbón de cok, cisco y picón, o simplemente quemando los cajillos de frutas que se encontraban por las calles. Sobre el terrizo o losas de tarifa de las aceras sentados en sillas faltas de nea, se calentaba la reunión a la que, normalmente no faltaba el/la “casero/a” (*) Comenzaban los cantes populares agitanaos.
Por las casas y patios encalados llenos de plantas sembrados en macetas y latas de carne de membrillo, llamaban los chiquillos que con panderetas o lo que tuviesen como instrumentos cantaban a cambio del “aligandito” –aguinaldo-:
“ el ali-gan-di-to te pi-do
por Diooos,
con una perra chica
me con-for-mo yooo. “
Las perras chicas se tiraban al pelú y los chiquillos por los suelos intentaban coger cuanto más mejor.
(*) Casero/a: Persona que representaba al dueño de la finca ante los vecinos.
Llegada la tarde-noche, las madres guisaban y condimentaban el pavo con la receta recibida de las abuelas. Normalmente se reunían las familias en casa de los abuelos o persona que le impedía la salida nocturna. Tíos, primos, hermanos, cuñaos y vecinos más allegados, que no tenían con quién celebrar y que, difícilmente el grupo de personas volvían a estar juntos durante el resto del año.
Una vez terminado el festín con la mesa puesta, las familias se reunían alrededor del portal de Belén (el árbol no eran tan popular) a cantar villancicos populares con zambombas y panderetas, a las que no faltaba la guitarra y el acompañamiento instrumental con la botella de Anís. Palmas fuera del compás y voces desafinadas sin estar al tanto de la letra, pero se tarareaba. Había alegría de estar todos juntos y lo importante era participar.
Los cantes duraban hasta bien llegada la primera luz del alba. De vez en cuando, todos juntos corrían de casas en casas de algún que otro amigo, vecino a felicitar las pascuas a otras familias. Felicitación que por supuesto conlleva nuevas conviá y participar en aquella fiesta. No importaba no conocer a nadie. Esa noche nos conocíamos todos.
La aglomeración en la misa del gallo era en todas las iglesias y parroquias de la Isla multitudinarias. El significado de oír la misa era el religioso pero, las connotaciones sociales eran significativas.
Luego llegaron los que vieron negocios y ganancias de pesetas en los grandes cotillones y sacaron a la juventud de las casas ofreciéndoles algo que en las reuniones familiares no existían. Pero eso es otra cosa distinta a la navidad familiar y ya antes también existían.
El Güichi de Carlos©
Diciembre 2007.