Los Carnavales de la Isla en los cincuenta
La década de los cincuenta
En mis recuerdos de pequeño, quedan todavía grabadas imperecederamente imágenes inolvidables de los carnavales de la década de los cincuenta. Las más entrañables quizás, son las de aquellas frías tardes de invierno, cuando al salir del colegio mis hermanos y yo nos sentábamos en la mesa de camilla al calorcito de la copa, para picar papelillos. Luego los guardábamos en la bolsa de la lotería o en las de las patatas fritas, aun manchadas de aceite, a la espera de que llegaran las fiestas.
Las largas caminatas tras las chirigotas, dando saltos desde la puerta de cualquier guichi, intentando superar la altura de los adultos para poder ver algo. El improvisado disfraz con la bata de la abuela, la cara tiznada con el picón del brasero, la pandereta de Navidad a título de improvisada caja, y el concurso de agrupaciones en el Teatro de Las Cortes, son también recuerdos que nunca olvidaré al igual que las letras de aquellos cuplés donde Gallina Blanca le arreglaba el coche a “Mascamaí” si se limpiaba la mancha de su chaquetón… o ese otro de Los Cirujanos: ………… estando en el consultorio afilando el bisturí, se coló una puretona diciendo opéreme a mí, pero fue, que nuestro director / le echó tanta anestesia que harta la dejó.
De verdad que si el carnaval es una fiesta del pueblo, esos lo eran.
Durante unos días, las diferentes capas sociales, tan marcadas en aquellos años, se mezclaban en una amalgama de colorido, jolgorio y alegría para disfrutar en la calle y hacer olvidar efímeramente las necesidades cotidianas que aún sufrían muchas familias.
La concurrencia de gente en el Casino San José, el Círculo Mercantil, el de Artes y Oficios, y el propio Centro Obrero, autorizada el resto del año solo a los socios, quedaba abierta durante esos días a todo el que quisiera entrar para escuchar las agrupaciones. Estas, hundiéndose en un mar de papelillos y escoltadas por la chiquillería, iban recorriendo las calles, visitando los establecimientos abiertos al público para divertir a la parroquia, y de paso llenar el colador con las perras que recaudaban, que a ciencia cierta, eran tan necesarias en aquellos años de escasez. A algunos, decía otra copla, no les suponía sacrificio alguno cuarenta días sin comer carne durante la Cuaresma, porque no la probaban en todo el año.
Eran tiempos difíciles, pero quizás por aquello de que… a mal tiempo buena cara, el ingenio alcanzaba en las calles sus más altas cotas.
Me contaron de uno, que disfrazado de camarero, se coló en un baile de disfraces con la excusa de llevar café a los músicos de la orquesta, porque allí dentro estaba la niña que el pretendía, y a la que sus padres le habían podido pagar la entrada. Para dar el máximo realismo al contenido de los vasos, los llenó con agua y anilina puestas a hervir previamente y luego le echó unas gotitas de cal para darle color. Al grito de… ¡Que quemo, que quemo! pasó por la puerta como un meteorito, sin que el portero pudiera imaginarse que aquellos cafés no era capaz de tomárselo ni el mejor de los fakires.
Pero para ingenio sin parangón, el de los letristas de la época. El mérito que tenían esos autores nunca estará lo suficientemente reconocido, porque no crean ustedes que era nada fácil escribir el repertorio de una agrupación en aquellos tiempos. En primer lugar porque tenían que maravillárselas para sacarle la risa a la gente con letras sujetas al tupido trasmayo de la inquisidora censura, multiplicando de esta forma por diez, la dificultad del ya de por si, laborioso arte de hacer reír. –Y si no, pregúntenle a mi amigo Pepe “Requeté” que de eso sabe un rato-. Y en segundo lugar, porque la mayoría de ellos, por no decir todos, era gente de condición humilde y sin base cultural. Algunos de ellos incluso, no habían atravesado nunca la puerta de un colegio.
Pero todo aquello pasó. El nombre de carnavales se perdió y a partir de entonces le colocaron el apelativo de Fiestas Folklóricas. Se conoce que el régimen pensaba cargárselos, y en un acto despreciable como tantos otros, cambió su denominación para que la historia no lo juzgara como verdugo de algo tan vinculado a la Iglesia Cristiana, a pesar de su origen pagano.

Se prohibieron las máscaras, los bailes de disfraces y el concurso del Teatro. El final estaba anunciado y como no podía ser de otra forma, los carnavales se perdieron en La Isla a principios de la década de los sesenta.
Paco. F. Frías 06-03-03